Dejemos nuestros pensamientos volar y permitámonos no ser tan racionales por un momento.
Imaginemos que amanecemos un sábado en Buenos Aires. La ciudad está aburrida, un poco gris, tenemos ganas de cambiar de tango, y se nos ocurre ir a echarnos un buen brunch a … Cape Town. Si, están leyendo bien.
Bueno, si prefieren, amanecemos en Salvador de Bahía y ya cansados del Olodum y del agua de coco, decidimos ceder a la tentación de un buen Nyembue, especialidad de la capital gabonesa Libreville.
¿No?
Bueno, si la imaginación no les vuela tan alto,… Estamos en Guatemala. Este fin de semana no tenemos ganas de Puerto, ni de Antiguazo, ni menos de Oakland Mall. Así que tomamos nuestro carrito, ¡y rumbo a Quito se ha dicho! Justo nos da tiempo de volver para empezar la semana laboral.
¿Qué les parece? ¿Descabellado?
Geográficamente, puede ser; pero el cambio no sería nunca demasiado drástico. El “dépaysement” (literalmente “despaísamiento), esa palabra tan francesa que describe la sensación de desubicación que uno experimenta en un lugar muy alejado de su cultura, no aplicaría tanto aquí.
¿Acaso no hay similitudes entre los sureños de América y los de África? ¿Entre los afrocaribeños de Brasil y los habitantes de África Ecuatorial? ¿Entre la cultura chapina y la ecuatoriana? Pues sí, las hay, y muchas. Por el clima, por la biodiversidad, por la cocina, por el modo de vida… Y quizás, misteriosamente, por una historia común vieja de cientos de millones de años.
PANGEA. Del griego “Pan”, todo; y “Geos”, tierra. Una tierra total, una unidad terrenal que, érase una vez, unió en un supercontinente fascinante África a América Oriental, Suramérica occidental a Centroamérica… ¡y hasta Estados Unidos a Rusia y a Irán! (pero ese es otro tema).
PANGEA es el nombre que eligió la Saatchi Gallery para la muestra que, desde abril pasado, presenta una selección de piezas de artistas contemporáneos de África y América Latina.
José Carlos Martinat, Mario Macilau, Aboudia, Rafael Gómezbarros, Antonio Malta Campos, Léonce Agbodjélou, Oscar Murillo, Fredy Alzate, Ibrahim Mahama, José Lerma,… Nombres que se entrechocan o se funden, tonalidades que hablan de geografía y de la historia – más reciente – de colonia y migración.
La Saatchi Gallery: el espacio de arte contemporáneo de acceso libre más grande del mundo – ¡6,500 m2 de sueño de curadora! – fue inicialmente pensada para la promoción de los nuevos talentos del mundo anglosajón. Con Pangea, ¡la galería dio un giro hacia el sur! pues es la primera muestra de ese calibre dedicada a artistas de Africa y Latinoamerica. Cabe preguntarse en qué reside el concepto de la exposición… ¿Por qué la galería Saatchi ha querido volverse una Pangea durante estos meses?
Un recorrido de hormiguita
Quizás la obra que resuma mejor la exposición sea la primera: “Casa Tomada”, de Rafael Gómezbarros. Una instalación que se concretiza en un gran salón lleno de hormigas gigantes (3,000 en total) quienes, en su estatismo, parecen sin embargo caminar en ese orden agitado tan propio a su especie. Tanto así que no fui la única en sobresaltarse al entrar (luego me fijé…)
Las hormigas fueron fabricadas con materiales significativos : ramas de árboles de Jazmín ; dos craneos contrapuestos unidos, fibra de vidrio, carbón de la mina del Cerrejón (Colombia) y arenas de diferentes zonas del país. Asimismo, con un arraigo físico en Colombia, estas hormigas fueron pensadas en 2008 ante nada para denunciar realidades sociopolíticas dentro del país, en especial los temas de exiliados políticos y desplazamientos internos. Luego se convirtieron en símbolos de los silenciados del mundo y han, de hecho, recorrido el planeta. Del edificio de aduana de Barranquilla a la Quinta de San Pedro (donde Simón Bolívar pasó al Otro Mundo), de la Trienal de Santo Domingo a la Bienal de Linz en Austria, del Capitolio Nacional de Colombia a la Galería Saatchi de Inglaterra. Asimismo, la itinerancia misma de la instalación sirve para recordar el eterno caminar de aquellos que cruzan el planeta de forma incesante y cada vez mayor. En silencio y conectados – como con antenas – se asemejan a estos insectos: trabajadores, solidarios, organizados, capaces de picar pero también susceptibles de ser machucados. En semejante tamaño, asustan más: desplegándose en los muros, entre desorden y compleja organización, las hormigas de Gómezbarros muestran una cara de la naturaleza… humana. Un sistema universal que de hecho cada vez relaciona más a latinoamericanos y africanos: sueños, experiencias, traumas y miedos comunes. A través de esta obra infinitamente adaptable, el autor trasmite mensajes interdependientes del contexto: las inquietantes hormigas no significarán lo mismo según donde sean presentadas – Colombia, para denunciar los desplazamientos internos; La Habana para abrir el diálogo sobre el exilio, Austria para discutir sobre la inmigración y la xenofobia. Los muros se encuentran en espacios públicos o accesibles a todos: asimismo la instalación fue concebida para resistir a las intemperies y poder ser montada en cualquier edificio.


Después de las hormigas, seguimos nuestro recorrido del terror hacia la sala de los seres monstruosos. El pintor Aboudia de la Costa de Marfil describe en sus piezas un universo turbador, donde las imágenes fotográficas – recortes de revistas o periódicos – se mezclan con personajes extraños, entre dibujos de niño, grafitis, máscaras tribales y símbolos de vida y muerte.

La obra del artista quedó marcada por la experiencia de la política de su país: en 2011, como muchos latinoamericanos en el siglo XX, se tuvo que esconder en un sótano durante varias semanas tras el auge de la violencia en su ciudad, Abidjan. De esa experiencia, a la vez terrorífica y fundadora, se nutre su universo artístico, trágico-cómico y colorido; mezcla vibrante de arte naíf y denuncia socio-política. Sus personajes representan la niñez y juventud de su país, de su continente, y de muchos países “del Sur”, que a menudo tienen que calzar botas de adulto. Niños trabajadores, niños soldados, niños esclavos de un destino que no eligieron.
Food for thought como dicen en Inglaterra.
Luego sigue la exposición con obras de Murillo, el joven desterrado “Rolondinense” quien intenta conciliar sus dos culturas a través de un trabajo pictórico sobre las palabras.

El puertorriqueño José Lerma quien se burla dulcemente del poder con sus paracaídas rosados,
del colombiano Fredy Alzate y del peruano José Carlos Martinat, quienes echan una mirada crítica sobre nuestras urbes latinas,
Del brasileño Christian Rosa cuyo estilo se inspira de Miró,
y del “Paulista” Antonio Malta Campos con su estilo neocubista


Entre las obras de artistas africanos resaltan a mis ojos las fotos del beninés Leonce Raphael Agbodjélou: las Demoiselles d’Avignon de Picasso revisitadas en sus Demoiselles de Porto Novo. Como un guiño a la influencia marcada de las máscaras africanas en la obra de Picasso (quien las coleccionaba, obsesionado por su estetismo), el fotógrafo se inspira libremente a su vez del fundador del cubismo para recrear, a través de las fotografías, una versión verdaderamente africana de las Demoiselles.
Aunque la estética pueda ser sorprendente, la pieza monumental del Ghanés Ibrahim Mahama tiene la virtud de ser a la vez instalación de arte y vehículo de historia: sacos usados de transporte de cacao llevan la marca del sudor humano, son entretejidos cubriendo por completo los muros de un salón monumental… Verdaderos testigos de una historia comercial, internacionalista, política y humana, podrían ser nuestros costales de café.
Tal como las hormigas de Gómezbarros, estas instalaciones van de la calle a los mercados pasando por puentes de ferrocarriles abandonados, y así buscan hacer visible lo invisible… capas y capas de degradación normalizada tanto por los habitantes como por las autoridades comerciales. Con ellas, Mahama también viaja: cubre el Knust Museum, por dentro y por fuera para provocar obvias preguntas: “¿Es esto arte? ¿Qué significa? ¿Es un museo un espacio relevante para mostrar esto?”
Preguntas que nos permiten cuestionarnos también a nosotros como espectadores, a desarrollar nuestra mente crítica.
Y hablando de mente crítica…
¿Qué nos quiere decir Pangea?
Pangea tiene la virtud de presentar a artistas contemporáneos emergentes y jóvenes – la mayoría tiene entre 25 y 35 años – y dar a conocer al público inglés aspectos de la creación actual en África y Suramérica, lejos de los clichés. Es una exposición-puente, que evidencia nexos y crea nuevos, entre las realidades de ambos territorios. Una exposición que acorta las distancias, aunque sea simbólicas, como un reflejo de lo que fueron nuestros territorios hace millones de años.
Sin embargo, ¿qué nos relaciona tanto? Algunos, como Malta Campos y Agbadjélou, artistas exógenos, marcan sus referencias en la historia del arte europeo; otros, de arte exógeno, crean encima de sus vivencias propias; otros más, como Gómezbarros y Mahama reflexionan sobre la internacionalidad de la condición humana. Sin embargo, en esta exposición, los vasos comunicantes entre las obras radican sobretodo en el hecho de que sean provenientes de países hasta ahora sub-representados en las instituciones artísticas, o sea de regiones del dicho “tercer mundo”. No deja de haber una visión un tantito eurocentrista en esta selección, ¿no les parece?
Y ya que estamos reflexionando…¿dónde están nuestras mentes creadoras de Centroamérica? ¿y las del Magreb? Por alguna razón la curaduría pensó – como tantos Europeos – que América Latina es sinónimo de Suramérica; y que a su vez África es obviamente subsahariana. No puedo sino resaltar que de 20 países de América Latina solo cuatro están representados…
Y por cierto ¿dónde están las artistas mujeres?
No es que sea creyente en la discriminación positiva ; sin embargo si no hay una temática particular de la exposición más allá de ser un portavoz de la creatividad dinámica de los dos continentes, una mayor representatividad hubiese sido, como diría mi mamá, “muy del caso”.
Pangea tiene sin embargo el mérito de dibujar un espacio-tiempo en el que África subsahariana y Suramérica se vuelven a juntar. Las obras que dialogan entre sí dan testimonio de una creatividad vibrante y locuaz, sin complejos. Y cada vez más presente – ya era hora – en el sacrosanto mundo del arte contemporáneo. Sonriámosle al futuro: para la próxima, Centroamérica gritará: ¡PRESENTE!