Apología de la diversidad

A los 10 años llegué a Francia, a París. Me metieron al colegio público, porque aquí la educación privada es para los que necesitan una atención particular y yo siempre fui buena en clase. En Guatemala estaba en el Julio Verne, así que no tenía problemas con el francés… según yo. En realidad, al llegar a una clase de 40 niños, con árabes, chinos, negros, turcos… me di cuenta que sólo entendía a los profesores, pues el francés que se hablaba en el recreo era un “slang” urbano con palabras de todos los orígenes. Siempre pensé que en París había solo “ladinos”, como yo, como todos mis amigos del Julio Verne. Ahora me daba cuenta que no era así, que esta ciudad es un “melting pot”, y que, o me adaptaba, o la despiadada ley de la jungla se aplicaría a mí. 

Fueron años difíciles, no lo voy a negar. Me esforzaba de parecer entender, sonriendo mientras mi mente trataba desesperadamente de encontrar el sentido, por el contexto, el tono etc. No pronuncié palabra durante meses. Dudé mucho de mi capacidad a integrarme algún día en esa fauna inesperada.

Sin embargo, me hice dos amigas. Una, Jessica, era judía. Sus abuelos y bisabuelos habían muerto en campos de concentración. En su casa, se comía “kosher”, el viernes no se tocaba electricidad, y las fiestas religiosas eran sagradas. La otra, Astrid, tenía orígenes en Armenia. Ella era cristiana, pero no católica, ni evangélica; me explicó que su iglesia tenía ritos más parecidos a la tradición ortodoxa. Seguido, sus papás la llevaban a manifestaciones para que Turquía reconociera el genocidio de su pueblo, y fue la primera vez que yo escuchaba esa palabra. 

En mi clase también estaba Nyala, de origen congolés, con sus 5 hermanos, y que nunca nos invitó a su casa, porque – susurraban las malas lenguas – era un apartamento diminuto.  Estaba Faniló, de Madagascar, cuyo apellido era un verdadero trabalenguas. Pamela, de Sri Lanka, con su piel canela y su pelo de jade. Yasin de Argelia, y su grupito de amigos marroquís. Etc. Etc. 

Poco a poco, fui descubriendo, y aprendiendo. A veces aprendí sufriendo. Nunca, en medio de toda esa diversidad, nadie había visto una latina, y menos hija de embajadora. Así descubrí prejuicios de cultura, de clase, o de religión, como cuando las tías de mi amiga judía se sorprendieron de mi nombre – y así supe que Christina es el nombre más cristiano que exista.

Sin embargo, lo que más me sorprendió – a mí y a mi familia – fue lo siguiente: me llevé mucho mejor con la gente de origen árabe, o judía, que con los francesitos católicos que, sin embargo, en apariencia, se parecían más a mí. Pero eso sólo era en apariencia, porque rápido me di cuenta de que los valores – la familia, la solidaridad, el respeto a los mayores, las comidas, las tradiciones, las fiestas, el baile, y hasta la forma de ver las relaciones amorosas (¡vaya tema esencial en la adolescencia!) – eran mucho más afines a mí. Quizás sea porque muchos de nosotros, en América latina, tenemos, sin saberlo, antepasados moros o judíos que escaparon la inquisición en las carabelas… 

Poco a poco, también fui entendiendo, que lo que más me hacía falta de Guatemala, aparte de su maravilloso clima y su naturaleza incomparable, eran tradiciones mayas o mestizas: los barriletes de Sumpango, la música en Livingston, el fiambre del 1 de noviembre, y el mercado donde mi mamá me dejaba con una vendedora kak’chikel que me cantaba canciones en su lengua. Tuve la suerte de poder volver a Guatemala cada año, en verano, y cada vez crecía más mi amor por mi país – hasta el día de hoy sigue creciendo. Leí mucho sobre Guatemala, y como muchos chapines – Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Carlos Mérida, solo para citar a los más grandes – descubrí facetas de mi país que jamás hubiera podido descubrir allá. Porque lamentablemente, Guatemala es un país de burbujas, y pocos son los que quieren y pueden salir de ellas. Yo, por mi doble cultura, me fui volviendo la “rara”, y lo que fue mi complejo en la adolescencia, se volvió mi fortaleza en la edad adulta. Cada vez me aventuraba más. Iba – intrépida, muchas veces sola, en camioneta – al Centro, al Mercado central a admirar los talentos de todo el país, al Parque central donde hay tanta energía; iba al edificio de Correos y me quedaba viendo, soñadora, a las bailarinas… y hasta colaboré un tiempo con Caja Lúdica: su gente me abrió los ojos y el corazón a toda una faceta de la urbe guatemalteca que yo desconocía.  También vi una exposición que me marcó de por vida: ¿Por qué estamos como estamos? un análisis socio-histórico de los orígenes de la discriminación en Guatemala.[1]

Más tarde, cuando tuve que escribir una tesis de máster en estudios latinoamericanos, sentí que el tema se impuso solo: Arte contemporáneo y memoria histórica en la Guatemala del post-conflicto. Era 2010. Me ahondé en muchos textos, históricos, sociológicos, antropológicos. Entrevisté a mucha gente. Fue un año de investigación, denso, durísimo. Aprendí muchas cosas, sobre la historia reciente, sobre el dolor y sus raíces; pero lo que más entendí es que hay temas que simplemente no se tocan en Guatemala. Porque los puntos de vista son tan diametralmente opuestos, que no hay espacio para la discusión. Aprendí que, para muchos, la vida de un indígena no vale la de un ladino. Me di cuenta que considerar a una empleada doméstica una amiga era impensable en mi sociedad. Que, al igual que en tiempos del Apartheid, hay lugares gratos y lugares non gratos, según el color de piel o la forma de vestir. Que la verdad de unos es la negación de los otros. Que muchos, quizás la mayoría, nacen y crecen sin una luz de esperanza. La única es, muchas veces, el exilio. Y también, que todos tienen historias fuertes, todos son maestros de vida. 

Un país es como una gran familia. Si hay un trauma colectivo, y que ese trauma se vuelve tabú, no puede sino gangrenarse y volverse veneno mortal. Basta con ver la ola de violencia que surge de la “paz” en los años 1990 para entender que esa firma entre movimientos políticos no tuvo la dimensión psicosocial que necesitaban 36 años de conflicto. 

El diálogo me parecía tan indispensable como imposible. Entonces vi, y veo, en el arte, una de las formas de sanar. Seguramente, a los 33 años soy menos idealista que a los 23, pero sigo creyendo que, más que un discurso político-populista, o incluso una prédica religiosa, la obra de un artista que nace de sus tripas, de su corazón, de su dolor, de su angustia, de su historia, y sobre todo de su generosidad, puede abrir consciencias. 

El año que acaba de pasar, tuve la bella oportunidad de exponer a Marlov Barrios en la Casa de América latina en París. Su legado quiché, ladino, y chino, es una fuente constante de inspiración para él. Sus figuras – dibujos, esculturas, y un mural pintado in situ – expresan choques de tiempos y culturas. El público dejó notas conmovidas en el Libro de Oro, y las visitas semanales fueron pretexto de debates y tertulias entre franceses y miembros de la comunidad guatemalteca / latinoamericana de París.  

Benvenuto Chavajay y Sandra Monterroso expusieron en el Centre Pompidou: uno, 50 micrófonos de barro que expresaban el silencio de San Pedro la Laguna; la otra, una estela de telas típicas de su región, las Verapaces, como acto de resistencia y retorno a sus orígenes. 

También salieron en cartelera dos inmensas películas: La Llorona de Jayro Bustamante; y Nuestras madres de César Díaz. Ver a una persona maya en pantalla grande, hablando su idioma, en un cine de Europa, contando su historia chica inmersa en la Historia grande, es ya una victoria para el pueblo de Guatemala y su apreciación en el mundo. 

Lo que pasó la semana pasada es un acto abominable, un eco estridente de las hogueras en que se quemaban brujas e “idólatras” en la época colonial. 500 años después, Guatemala sigue negando la expresión más pura de su identidad: su tenaz legado maya, su mestizaje fértil, su cultura híbrida, su sincretismo único. Debería de ser nuestro orgullo más grande. Aprendamos unos de otros. No temamos mirarnos a los ojos: en cada uno está un pedazo de espejo que nos devuelve nuestra propia imagen.  


[1] organizada por IIARS

Published by ChristinaCM

Chapina parisina en busca de emociones culturales Viajante de lo inaudito Centraca en el alma En papel : licenciada en gestión cultural (Université La Sorbonne Nouvelle - París) y máster de Estudios Latinoamericanos (Instituto de Iberoamérica - Universidad de Salamanca - España). Actualmente: administradora para La Caféothèque - París Fundadora del colectivo de curaduría en cafés Coffeexhibits Fundadora y presidenta de la asociación ACÁ : Asociación Centroamericana en París

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